Relato
Los zapatos de charol
Cuento Finalista 12 Concurso Internacional de poesía y cuento, Género Cuento
para visualizarlo, comprar libro en:
PREMIADOS 2013
Sandra era una de las mujeres más bellas que vi en mi vida. Ella lo tenía todo, no solo materialmente; su larga cabellera rubia ondulada le otorgaban un charme que no todas poseíamos; sus ojos verdes aceitunados le concedían el glamour de las diosas de cine de la década del 40´, y su esbelta silueta la hacía parecer más joven y más sexi que el común de nosotras. Si bien ella me llevaba diez años, parecíamos casi de la misma edad; yo era consciente de éso pero no me incomodaba, me sentía segura a su lado, la admiraba, era como la hermana que nunca tuve.
A mis padres no les agradaba mucho su presencia, creo que más bien les molestaba sobremanera. Cuando ella llamaba, intentaba atenderla directamente ya que sentía el desprecio de mi madre cuando le tocaba hablar con Sandra por teléfono; era imperceptible para los demás pero inequívoco para mí; creo que ellos, mis padres, temían porque pudiera llevarme por algún tipo de mal camino, cuando en verdad ella no intentaba influenciar en mis decisiones; al contrario, siempre me decía:- Leticia, fíjate bien con quién estás, no creas todo lo que te prometen, recuerda que los hombres no siempre buscan al amor de su vida.
Recuerdo aquella tarde en que la vi por última vez; llegué a su casa a éso de las 19,00 hs. y ella pareció alterarse un poco ( no le había avisado que iba a ir a visitarla). Si bien no me dijo nada, su pómulo derecho estaba más rígido de lo normal y no me miraba directamente, igualmente me ofreció un cafecito que acepté gustosa y ambas nos sentamos a la mesa. Dialogamos de tantas cosas hasta que sonó el teléfono y ella, previo hacerme una seña de disculpas, lo atendió en su cuarto. Al rato salió y me dijo que tenía que irme, me sorprendí un poco pero decidí no preguntar nada.
Antes de retirarme le pedí pasar al baño pues necesitaba refrescarme; me dijo que fuese al de su cuarto pues el de huésped lo estaban arreglando. Una vez ahí, aproveché para refrescarme y maquillarme ya que pensaba seguir camino a casa de Juan, mi novio de turno. De repente, sentí como sonaba el timbre reiteradamente y ella gritaba: - !Andate! !Andate! !Dejame en paz!. Luego sentí como que pateaban la puerta y atiné a salir del baño y, previo mirar para todos lados buscando un refugio, me zambullí debajo de la cama, fue una opción infantil pero es la que decidí en aquel momento.
La escuché gritar y correr hasta el cuarto; ella le rogaba, le pedía por favor que no lo hiciera, pero él igual la apuñalaba. Yo observaba las salpicaduras de sangre en el piso, en el espejo, en la pared y el espanto me dejó muda. Nunca cerré los ojos, aun sabiendo que el asesino estaba ahí, me mantuve quieta pero alerta, era cuestión de tiempo para mí. Por el espejo solo pude ver desde aquel ángulo inclinado una parte de su cabello; recuerdo que era negro y brillante, con un corte tradicional y peinado a la gomina. No logré ver su rostro de frente, pero tuve a diez centímetros sus zapatos. Eran de charol negro con punta blanca; brillaban y solo los opacó las gotas de sangre que caían de la mano derecha de Sandra. Contuve la respiración lo más que pude y todo me parecía una pesadilla; el tiempo se hizo lento y no sé cuánto duró el ataque; realmente, aunque quiero, no logro recordarlo.
Volvía a respirar cuando escuché los pasos alejarse; tenían un particular sonido, era como un ruido hueco o, por lo menos, así los percibí en aquél entonces.
Cuando cerró la puerta y arrancó el auto, me enderecé llorando e intentando ayudarla pero era tarde, ella ya no estaba ahí. Llamé a la Policía y les conté lo sucedido. Mis padres fueron a buscarme a la Estación y no dijeron una palabra en todo el camino; pienso que mi madre se alivió de que ya no la vería más; por su lado, mi padre tenía la mirada en blanco.
Los años pasaron y con ellos nunca más volví a hablar del tema; Sandra se transformó en un tabú para mi familia, aunque yo nunca la olvidé.
Me citaron varias veces a declarar y al final su caso parecía quedar en nada. Tuvieron muchos sospechosos ( incluyéndome), pero no lograban descifrar su muerte. No habían demasiados rastros, la única testigo no podía ayudarlos, todo fue circunstancial... hasta que una noche, el detective Morris me avisó que habían dado con el asesino. Afirmaban que era un vecino obsesionado con ella desde que era muy joven. Cuando lo vi, no lo podía creer, su calvicie me decía que no era él, pero la Policía tenía sus huellas en la casa y sangre de Sandra en su ropa; así que dieron el caso por concluído. Cuando me contaron que su apodo eran Sr: T, recordé un incidente en el que Sandrá salió lesionada. Ella llegó una vez a mi casa asustada porque decía que alguien la acosaba y la había atropellado con su bicicleta. Cuando me lo contó, recuerdo haber pensado más bien en un accidente. Me parecía muy cursi su historia para que ella la sintiera así, yo afirmaba e intentaba convencerla que simplemente el hecho había sido azaroso. Ella me mostraba el daño a su muñeca y a parte de su rostro que sangraban por el golpe que se dio contra el suelo.Me dijo que al levantarse alcanzó a manotear el buzo de su atacante pero que éste aumentó la velocidad y no logró capturarlo. Con el tiempo, no volvimos a mencionarlo y ella pareció olvidarse del hecho; sin embargo, en su momento, me dijo que creía que era obra de T.
Los años pasaron y T murió en la cárcel. Mi declaración no lo ayudó demasiado...
Yo me casé con Juan, tuve dos hijos hermosos y se puede decir que me realicé, pero el fantasma de mi bella amiga se transformó en mi sombra.
Mamá murió a los 70 y mi padre, un año después. Yo, que era su única hija, debí arreglarlo para el entierro y le pedí a Juan que me ayudara. El se encargó de traerme la ropa a la funeraria ya que yo sólo había llevado sus zapatos; sí, aquellos de charol negro con punta blanca; si bien a los muertos se los entierra descalzos, quise que nuestro secreto se fuese con él y se los acomodé en su pecho, en el mismo lugar donde él me clavó el estigma del eterno silencio...
Mamá murió a los 70 y mi padre, un año después. Yo, que era su única hija, debí arreglarlo para el entierro y le pedí a Juan que me ayudara. El se encargó de traerme la ropa a la funeraria ya que yo sólo había llevado sus zapatos; sí, aquellos de charol negro con punta blanca; si bien a los muertos se los entierra descalzos, quise que nuestro secreto se fuese con él y se los acomodé en su pecho, en el mismo lugar donde él me clavó el estigma del eterno silencio...
By Mariela
Otro relato: La Llamada
Comentarios